domingo, 4 de noviembre de 2012

Juan Bravo, el cazador de lobos de Las Hurdes. Una historia extraída de: Por la España desconocida: notas de una excursión a La Alberca, Las Jurdes, Batuecas y Peña de Francia. Rafalel Blanco Belmonte (1911)


Es sabido que el lobo prácticamente ha desaparecido de Extremadura y que hace tiempo que no se ven señales de las últimas poblaciones que se resistían a abandonar la Sierra de Gata. Aunque de vez en cuando vuelven a aparecer lobos que tras cruzar la raya de Portugal asoman a los riscos de esas sierras. Pero en esta tierra de fabulosa riqueza etnográfica y tradicional el lobo nunca desapareció del inconsciente colectivo sus habitantes. El folklore, la etnografía, la toponimia y la mitología son buena prueba de ello, regalándonos una inmensa abundancia de muestras con la presencia del lobo. La persona que hoy nos ocupa bien pudiera haber sido el protagonista de uno de tantos cuentos producto de la imaginación, pero no fue personaje de fábula, sino hombre de carne y hueso, que vivió y murió a caballo del siglo XIX y el XX en la alquería de Las Mestas, al pie de Las Batuecas, en una de las zonas más recónditas de la comarca: Juan Bravo, “el lobero de Las Hurdes”.  Hoy es ya, por derecho propio y gracias al relato de Blanco Belmonte, una figura legendaria.

Juan Bravo, el cazador de lobos, rodeado de niños jurdanos


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La comarca de Las Hurdes, encerrada en un áspero repliegue montañoso del Sistema Central que separa Cáceres y Salamanca cuajado de sierras afiladas con valles angostos, permaneció en un aislamiento geográfico que perpetuó el atraso secular, el abandono y la miseria socioeconómica, algo que por fortuna hoy ya ha quedado atrás. Baste pensar que, aunque poseían una intrincada red de sendas, pistas y caminos que comunicaban la miríada de pequeños núcleos habitados que la salpican, las primeras carreteras asfaltadas se tendieron a partir de la segunda mitad del siglo pasado. Hasta 1890 no hubo ni tan siquiera un mapa detallado de Las Hurdes, año en que lo hizo el geógrafo J. Bide, adjuntando al mismo un informe de las deficiencias estructurales de esta región. Más tarde, en un intento de paliar la situación de abandono y fomentar el progreso de la comarca, Francisco Jarrín, obispo de Plasencia y el deán de su catedral, José Polo Benito fundaron la sociedad La Esperanza de Las Hurdes, y salió a la luz la revista Las Hurdes en 1904. A instancias de estos benefactores junto con César Real y Venancio Gombau en 1908 se celebró en Plasencia el primer Congreso Nacional Jurdanófilo

Es en el verano de ese año cuando surge en el poeta y escritor Rafael Blanco Belmonte la idea de visitar la comarca de Las Hurdes, alentado por la crónica publicada por La Ilustración Española Y Americana sobre el Congreso Jurdanófilo de Plasencia. El texto de César Real y las fotografías de Venancio Gombau le revelaron “[…] una España ignota, en la cual varios millares de familias vivían una existencia más desdichada, más miserable y más falta de amparo que la de los desheredados parias que arrastran en la India una agonía sin muerte, hundidos en la pobreza, abofeteados por el hambre y escarnecidos por injustos desdenes” (p.3).

Tras trabar conocimiento con los líderes de la campaña por la regeneración de Las Hurdes, a mediados de 1910 emprende el viaje acompañado de César Real, Venancio Gombau, Alfredo Mancebo (“hijo del erudito escritor y patriarca albercano D. Julián”) y “como jefe y guía de la caravana (p.3), José Polo Benito.

Sequeros - La salida.
Les espera un larguísimo y agitado viaje que comienza al amanecer y en el que se ven obligados a valerse sucesivamente de medios de transporte cada vez más precarios. Pasan del tren, hasta La Fuente de San Esteban, al coche de caballos (“un fementido cajón con ruedas, un armatoste desvencijado que amenazaba hacerse astillas al ser arrastrado por tres jamelgos esqueléticos” p. 5) que les acerca a Tamames, donde cambian a otro carruaje, (“En aquella caja, con alguna buena voluntad, podían acomodarse seis personas, más dos en el pescante. Al ponernos en marcha íbamos en junto diez y seis” p. 6) en el que llegan a Sequeros. Desde allí parten a lomo de mula, (“varios machos enjaezados y un borriquillo cargado con nuestras maletas” p. 7) adentrándose en la Sierra de Francia (“Nuestro paso era un despeñamiento; descendíamos por el cauce seco de un torrente, resbalábamos por la vertiente escarpada, y las caballerías constituían un adorno: cabalgar por aquella senda hubiera sido una temeridad” p. 7) hasta dar con Mogarraz. Desde allí parten por una vereda y mientras anochece se les aparece a lo lejos la Peña del Huevo, señal inequívoca de que se acercan a La Alberca, que celebra las fiestas de su Patrona (15 de agosto).

Tras la breve estancia La Alberca donde asisten a los festejos patronales de los que dan cuenta pormenorizada, parten con sus mulas al alba hacia la comarca de Las Hurdes, adentrándose por el collado Portillo de La Alberca: “Desde la cima, alejados de la tierra, envueltos por flecos de nubes, abarcábamos con la mirada algo enorme, caótico: un laberinto de sierras que, en lo hondo, mostraban, á guisa de fauces monstruosas, tétricos barrancos, angostos y obscuros valles y dentellados perfiles de crestas agudas cual dientes de bestias antediluvianas... Y tras de aquellos macizos, en los repliegues de aquellas gargantas, colgados como nidos de águilas en los escarpes, acurrucados como alimañas en los pedregales escondíanse Las Jurdes” (p. 23).

Sierras de Las Jurdes desde el Portillo de La Alberca.

Allí inician el peligroso descenso siguiendo un “camino, que en su anchura máxima podría medir hasta dos cuartas”) hasta cruzar el cauce del río Batuecas: “En aquella profundidad, el sol caía á plomo, implacablemente, sobre nuestras espaldas. Heléchos, brezos, lentiscos y madroñeras crecían por doquier con pujanza extraordinaria; las hierbas adquirían proporciones de arbustos, los arbustos eran frondosos árboles. Había allí sol, agua y tierra fértil; y, sin embargo, el hombre dejaba inculto el suelo. Ni una choza, ni un rebaño, ni una huella de vida alegraban aquel desierto…” (p. 24) y encaminándose hacia Las Mestasen columna indiana, pues la estrechez de la vereda no daba para mayor desahogo. […] El tal camino era una cornisa menguada, que serpeaba entre malezas y esquivaba peñascales; las aguas torrenciales, en la estación lluviosa, rompían por todas partes la senda, y los mesteros resanaban los daños, afianzando pizarras y rellenando con piedras y con helechos las barranquillas” […] “empezamos á comprender las causas del olvido en que han estado envueltas Las Jurdes. Si en aquel momento hubieran asomado otros excursionistas en dirección contraria á la nuestra, fuerza hubiese sido retroceder, desandando un par de kilómetros. Eso es lo que se acostumbra á hacer en la comarca, correspondiendo el retroceso al que se halla menos distante de un punto que permita el cruce(p. 25)

Tipo de mendigo jurdano.
Antes de llegar se cruzan con un jurdano: “el primero que yo veía. De corta estatura, muy enjuto, con la tez cobriza y los ojos sin expresión, aquel infeliz parecía un anciano enfermo. Vestía calzón estropeadísimo que le llegaba hasta la rodilla, camisa tosca y mugrienta y un guiñapo anudado á la cabeza; el viento y el sol le habían curtido las desnudas piernas, y en cuanto á calzado, á juzgar por la muestra, era articulo superfino para el caminante. Conferenciamos con aquel anciano que aun no había cumplido cuarenta años; se dirigía á su pueblo, á Ladrillar, y venía de La Alborea, donde adquirió la víspera las tres arrobas de patatas que llevaba á cuestas; antes se «acercó» á Ciudad-Rodrigo para vender un saco de cebollas de verano; total, diez y ocho ó veinte leguas á pie, hollando breñales y malezas y agobiado por la carga, para ganar escasamente una peseta en el viaje” (p. 26).

Reanudan la marcha y no tardan en llegar la alquería de Las Mestas a la que acceden tras pasar unos olivares y rodear una iglesia de muros enjabelgados: “Desde un principio la angustia pesó sobre nuestros ánimos. Con una sola excepción, los edificios que formaban la calle no tenían aspecto de habitaciones humanas; las paredes estaban hechas con piedras y con pizarras superpuestas, sin trabazón, sin argamasa que rellenase las junturas, sin enlucimiento de mezcla ni de yeso; los techos se erguían a la altura del hombro de una persona, y eran una mezcla de pizarras y de ramas secas; las puertas semejaban bocas de cavernas, y las ventanas y chimeneas reducíanse a un pedazo de piedra fuera de su sitio” (p. 27). 

Las Mestas. - La calle Mayor
La entrada de unos extraños por la calle Mayor ahuyentó a los vecinos e hizo que los niños huyeran aterrorizados, hasta que la presencia del deán poco a poco los fue tranquilizando. Don Polo les ofrece visitar “la mejor casa” de Las Mestas: 

Un olor nauseabundo, fétido, insoportable, nos trastornó. Cuando la vista se acostumbró a la lobreguez del tugurio procedimos á explorarlo. Nos hallábamos en una pocilga desprovista por completo de muebles; tocábamos con la cabeza al techo y los pies se hundían en una alfombra de helechos. Allí convivía la familia en unión de una cabra y de un cerdo; allí se vertían todos los desperdicios; allí personas y animales daban desahogo á las necesidades orgánicas, y de allí surgían emanaciones de letrina, vahos de estercolero... 

En comunicación inmediata con aquel albañal había otra habitación en la cual se notaban indicios de cama, sospechas de mesa y asomos de asientos. Pedazos de troncos de árboles, una olla de hierro puesta sobre dos piedras y dos barreños constituían el menaje familiar. […]

Venciendo repugnancias, conteniendo las náuseas, permanecimos en aquel recinto, muy inferior en higiene y habitabilidad á las zahúrdas que suelen destinarse para la cría del ganado de cerda. 

El propietario de la casa nos acompañaba; aquel hombre era la imagen del paludismo. El tono terroso de la cara, la vidriosidad de las pupilas, la palidez de los exangües labios, reflejaban la enfermedad que lo consumía. Llevaba en los brazos á un niño de tres años, que yacía amodorrado, mal envuelto en andrajos, con los ojitos entreabiertos. ¡Otra víctima de la fiebre palúdica! La madre del enfermito, la esposa del amo del hogar, estaba trabajando en el campo...” (p. 27).

Juan Bravo, el cazador de lobos de Las Hurdes.

 Las Mestas. La nueva escuela.
(P. 30 y s.) “AI dirigirnos á la escuela, alegre edificio de moderna construcción -el primero, tal vez el único, levantado en Las Jurdes por iniciativa de la Corporación provincial,- salió de una casucha un hombre demacrado y se ofreció á acompañarnos. Polo no lo consintió. Aquel hombre era el nuestro interino y llevaba más de un mes sufriendo accesos febriles. 

- ¿Y la quinina?- preguntó Polo. 

- Ya han ofrecido mandarnos píldoras- contestó el maestro, tiritando y volviendo á su cuchitril. 

Detrás de nosotros penetraron en la escuela catorce ó diez y seis jurdanillos. Bancos, pupitres, carteles, cuadros escolares y todos los materiales de enseñanza nos produjeron la impresión de que habíamos pasado de Las Jurdes a un centro docente de un pueblo culto y rico. 

Unas monedas sirvieron de premios, y fueron suficientes para decidir a los niños a someterse á examen. 

Nuestros examinandos sabían leer, contar, rezar y los mayorcitos empezaban ya a escribir. 
Niños jurdanos.
El material de enseñanza era regalo del Sr. Obispo de Plasencia.

- ¡Viva «Don Jarrín»!- gritó un pequeñuelo. 

- ¡Viva! contestamos unánimemente saludando al que había hecho desaparecer de Las Mestas la vergüenza del analfabetismo. 

Excitados por las voces, los escolares -todos mal vestidos y todos descalzos- comenzaron a brincar y a palmotear.

De pronto el silencio se impuso.

Un aullido prolongado, gutural, penetrante, nos hizo saltar de los asientos y acudir a la puerta de la escuela. Las caballerías, con las orejas tiesas, pugnaban por romper los ramales y se revolvían amedrentadas barruntando el peligro. Al repetirse el aullido, la duda se trocó en certidumbre.

- ¡Hay lobos a la vista! - exclamamos.

Los niños sonreían alegremente y Polo Benito contestó:

- Hay casi lobos. Juan viene a visitarnos; van ustedes a conocer un ejemplar singularísimo de la familia hurdana.

Un viejecito avanzó hasta nosotros, se inclinó, y a modo de saludo volvió a aullar por tercera vez.

- Juan Bravo - dijo Polo Benito - es el cazador de lobos más celebre en toda la comarca.

- Vamos, si, una escopeta negra - indiqué.

- ¿Escopeta? No, señorito - replicó Juan con cierto desdén. - Yo cazo los lobos a mano, sin herramienta de fuego.

Di por hecho que era una broma y quise seguirla.

- Bueno, ¿entonces usted caza lobos como los niños cogen grillos? - pregunte.

Y Bravo -¡bien le iba el apellido!- asintió murmurando:

- Asina mesmo, como el señorito dice. Miren las manos y los brazos.

Huellas blancas y profundas en el rojo sucio de la piel, cicatrices y costurones daban fe mordiscos y eran testimonios de luchas cuerpo a cuerpo.

Examinamos de pies a cabeza a aquel vejete pobrísimamente vestido. Contemplamos su rostro algo más expresivo que el del tipo jurdano corriente y convinimos en que a Juan le faltaba mucho para ser un atleta capaz de reñir a brazo partido con los lobos.

Trabajosamente, con palabra torpe, y gran cortedad, habló Juan Bravo.

Su relato tenía subyugadora fuerza de realidad; aquel hombre era sincero al narrar su oficio, que evocaba hazañas mitológicas de personajes homéricos.

Juan no cazaba lobos a mano, sin auxilio de armas de fuego; hacia algo más temerario: ¡cazaba lobeznos arrancándolos del materno cubil!

Arrebatarle los hijos a una loba parece un absurdo. Pues la vida de Juan era la práctica de ese absurdo.

Su padre fue cazador de lobos y el hijo siguió el oficio del padre. El aprendizaje no resultó suave. Había que alejarse de poblado y pasar varios días y noches en lo más quebrado de la sierra, aguantando nieves, lluvias y viento, con escasa ropa y con unos mendrugos por comida.

La primera parte de la enseñanza consistió en la iniciación de las costumbres y del jabla o lenguaje de los lobos, hasta llegar a la imitación perfecta de ese idioma.

Juan Bravo, como muestra de sus conocimientos de filología lobera, nos ofreció varios ejemplos.

Inflando los carrillos y apretando los labios dejó escapar un ladrido estridente, seco: la voz de ¡alerta! del lobo. Luego moduló un ronquido quejumbroso: el grito de la huida. Después surgieron gañidos largos, muy largos, que aun sonando a lamentos, tenían cierta dulzura: llamadas de loba en celo. Y a la llamada, el reclamo, siguió un dúo de amor capaz de poner miedo en los pechos más valientes. Por último, unos gruñidos débiles, iracundos, nos dieron la sensación de las voces de los lobatos.

En los últimos días del año, cuando en los hogares se congregan las familias para celebrar las fiestas de nochebuena, Juan se iba con su padre a los montes a acechar el celo de los lobos, a averiguar el sitio donde preparaban la guarida para la futura camada. Las indagaciones solían durar una quincena. Los dos meses de la gestación se empleaban en confirmar los datos adquiridos y en señalar el camino para entrar a saco en los cubiles.

Marzo y abril eran los meses de campaña seria. El peligro no escaseaba; el lobo tiene mejor olfato, oído mas listo y vista más fina que el perro; al cazar lobos se corre el riesgo de resultar cazado. Para evitarlo servían las habilidades fonéticas de Juan y de su padre. Cuando espontáneamente, o solicitados por el reclamo de los cazadores, abandonaban los lobos su refugio, la tarea era coser y cantar - palabras textuales de Bravo; - se llegaba con algún trabajillo al canchal o despeñadero donde estaba la camada, se atrapaban los lobeznos y se encerraban en un saco, bien apretaditos para procurar en lo posible que quedasen como amordazados, y acto seguido se emprendía la retirada con mil precauciones para prevenir una sorpresa o un ataque. Entonces el maestro y el aprendiz, descalzos hasta aquel momento, se calzaban alpargatas nuevas - lujo rara vez permitido - o pieles de conejo. De tal modo despistaban al enemigo, burlando la finura de su olfato. En ocasiones, los cachorros al ser cogidos se defendían a mordiscos y hasta conseguían desgarrar el saco en que los aprisionaban. Y en ocasiones, la loba, al volver al cubil y al hallarlo vacío o al escuchar los aullidos de los lobatos, saltaba enloquecida de furor en persecución de los cazadores. Correr era inútil; el lobo es un prodigio de resistencia para la marcha y sostiene sin descanso la carrera durante trayectos de cuatro o seis leguas, pudiendo prolongarla toda una noche. Cuando la huida era imposible, el padre de Juan acudía al eslabón y al pedernal, y arrancando chispas y encendiendo fogatas solía contener el ataque. Y en los trances extremos, cuando la fiera avanzaba a rescatar a su cría, el cazador, amparando la espalda en una peña, se enrollaba el capotillo al brazo izquierdo, armaba la diestra con un cuchillo, y sin voces ni desplantes, aguardaba la acometida presentando el capotillo y apuñalando a la loba, abrazándose a ella y rodando con ella en combate salvaje  de acero y de colmillos. El hijo asistía a aquellas escenas auxiliando como buenamente podía a su padre. Y así aprendió Juan a cazar y así cazó por cuenta propia. 

Una vez adueñados de los lobeznos, llegaba la hora de cosechar el fruto de la cacería. Fuerza era andar sin tomar aliento. Las crías, separadas de la madre, mueren al séptimo o al octavo día, y ese corto plazo había que aprovecharlo para recorrer los principales Concejos y solicitar una limosna como premio por la destrucción de las fieras.

Hasta cuarenta reales se recogen en esa demanda, cuando la cosecha del año se presenta bien. Seguidamente se reemprende la caza, porque los lobatos permanecen en los cubiles durante los dos primeros meses de su vida.

Juan comenzó el aprendizaje a los nueve años y lleva cogidos doscientos diez y ocho lobos y algunos más, porque hace tiempo perdió la cuenta antigua y abrió cuenta nueva.

De su infancia, el recuerdo que aun conserva fue el de una de las primeras lecciones. Contaba entonces diez años. Una noche su padre lo llevó a la entrada de un cubil, y era tan angosta la entrada que a duras penas, despojándose de la camisa y del pantalón, pudo el muchachuelo deslizar la mitad del cuerpo entre las piedras. Sigilosamente, escurriéndose, avanzando más y más el torso chocando contra los salientes de aquel estrecho pasadizo roquero, sacó uno, dos, tres, cuatro, cinco lobeznos - la cría de una loba llega a nueve - y de repente se encogió tembloroso: había tropezado con unas patas gruesas; la madre se hallaba con los cachorros y de seguro dormía cuando ya no había saltado sobre los cazadores. Pegando los labios al cuerpo de Juanito, el padre lo mandó salir...¡imposible! El chico estaba preso, empotrado, sin medio para desencajarse del canchal. El padre tiró desesperadamente de las piernas del niño y el cuerpecillo se distendió, pero sin desasirse de las piedras que lo encajaban. Entonces el padre susurro: No tengas miedo voy a casa - la casa distaba tres leguas - por una piqueta y te sacaré en seguida. La loba continuará durmiendo, y si viene el lobo lo conocerás porque se acercará a olfatearte y ya sabes que tiene muy frío el hocico.

Alejóse el padre; minutos después crujieron algunos guijarros, anunciando que alguien llegaba, y Juanito sintió en la parte superior de las desnudas piernas un contacto muy frío: ¡indudablemente estaba allí el lobo¡....Sin un grito, en una contracción desesperada, convulso, el muchacho se retorció y logró salir, despedazándose, de la madriguera. En los canchales dejóse jirones de carne, y en la espalda a despecho de los años transcurridos, aun muestra Juan un surco acentuado, una cicatriz que le arranca de los hombros y se prolonga hasta la cintura. Y, al escapar de su cárcel, el chicuelo se topó con su padre y maestro, que ya tenía en el saco los lobeznos, y que, para salvarlo, empapó el pañal de la camisa en un regato y lo aplicó al cuerpo del niño haciéndole creer que había llegado el lobo y provocando aquel brutal tirón: protesta de una vida contra la amenaza de la muerte.

Y yo, entornando los ojos, evocaba las escenas de aquel vivir horrible…  Veía, como una pesadilla, al padre adiestrando al hijo para la lucha bárbara; los veía solos, envueltos en la sombra, buscando a las fieras, sin el consuelo de la queja que es desahogo de la angustia, sin el incentivo del aplauso que atraía a los gladiadores y que es fuerte estímulo de los toreros... Y así una y otra noche, y un año tras otro año, para alcanzar míseras limosnas. Aquel valor, en la antigua Lacedonia, hubiese hecho de Juan Bravo y de su padre dos héroes de las Termopilas; aquella resignación sin hiel excedía con mucho á la de los deportados en Siberia; aquel sufrimiento sin ayes era sencillamente sublime... 

Quisimos visitar la casa de Juan. Distaba pocos pasos, se hallaba á la salida do la calle Mayor. Aprovechando un ángulo formado por dos peñascos, Bravo había hacinado pizarras y construido una guarida. Penetramos por un boquete que quería parecer puerta. En un rincón veíase el tesoro del dueño de la vivienda: un montoncito de patatas; en otro rincón borboteaba un puchero desportillado y sin asas; el suelo, naturalmente, tenía por alfombra helechos en putrefacción, y en el tercer rincón del tugurio había algo que servía de lecho y que era el orgullo del amo: una colchoneta rellena de paja y una manta agujereada. 

Salí en busca de aire respirable. Algo muy amargo me subió del corazón á la boca. 

Juan Bravo, al despedirse de nosotros, alargó la mano, implorando humildemente algún socorro... 

Aquel ademán es— según Polo Benito — un movimiento instintivo que, por ley de herencia, se perpetúa transmitiéndose de generación en generación. 

En ese movimiento yo encontré un símbolo del infortunio jurdano, que lleva años y siglos tendiendo el brazo en espera de remedio para su necesidad.

Por la España desconocida: notas de una excursión a La Alberca, Las Jurdes, Batuecas y Peña de Francia / M.R. Blanco-Belmonte; con ilustraciones fotográficas de Venancio Gombau. - [Madrid : Sucesores de Rivadeneyra], 1911 [Madrid]

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